El malo no es tan malo

Los vikingos vinieron por primera vez en el siglo IX, atacaron a Gijón y La Coruña y saquearon Sevilla que todavía estaba bajo el dominio musulmán. Y obrando de este modo se ganaron entre nosotros la fama de feroces piratas por la que todavía hoy se les conoce y que es la que quiere corregir o por lo menos matizar la exposición que se inaugura mañana en Madrid, en la sala de exposiciones de La Caixa. Un centenar de objetos, entre originales y reproducciones, traídos del Museo de Historia de Estocolmo, se esfuerzan por comunicar una imagen menos simplista y brutal de este pueblo de navegantes y guerreros. Para empezar, la muestra quiere probar que los vikingos protagonizaron un capítulo muy importante de la historia europea. Y no sólo porque representase la irrupción de Escandinavia en los asuntos de este continente, preparando su ulterior cristianización. El «abrazo vikingo», como lo llamó un historiador francés, fue el periodo de una expansión ocurrida entre los siglos IX y XI de nuestra era, durante el cual los navegantes y exploradores vikingos no sólo abrieron nuevas rutas al comercio con oriente sino que muy probablemente fueron los primeros en llegar a América. En esos dos siglos vertiginosos, ellos abrieron la gran ruta nórdica, descubriendo las islas Feroe, Islandia, Groenlandia y Terranova, la Vinland, la «Tierra de la vid», en la que desembarcó una expedición al mando de Leif Ericsson.



Pero los vikingos no se limitaron a los fríos mares del norte. De hecho atacaron con éxito Inglaterra, Irlanda, donde establecieron importantes enclaves comerciales como el de Dublín, y a Francia, a la que mantuvieron amenazada con constantes incursiones a lo largo de más de un siglo. Y prosiguiendo su marcha hacia el sur llegaron a la Península Ibérica y bordeándola se adentraron en el mar Mediterráneo. Pero fue en el Oriente donde los vikingos obtuvieron los resultados más espectaculares. Primero se hicieron dueños del mar Báltico y luego se internaron con sus barcos por los grandes ríos de Rusia, a través de los cuales llegaron hasta el mar Negro, donde establecieron contacto con el Imperio Bizantino. Ciudades tan importantes para el desarrollo ulterior de ese país como Novgorod, Smolensk o Kiev fueron en algún momento controladas por ellos. Y muchos de sus guerreros sirvieron en las tropas «varegas» (varegos: hombres del norte), del emperador de Bizancio.

Aunque tal y como narran las propias sagas, sus expediciones unas veces saqueaban y las otras comerciaban pacíficamente, los vikingos fueron de hecho los comerciantes más audaces de la época y uno de los responsables más activos en la reanimación del comercio europeo en el periodo medieval. El instrumento de esta gran empresa fue el «langskip», el barco largo, como le llamaban sus cronistas, de una sola vela y una doble fila de remeros que a pesar de ser apenas más que una quilla demostró una versatilidad y resistencia superiores a las de cualquier otro navío de la época. Sólo las carabelas, aparecidas un par de siglos después, pudieron desplazarlos definitivamente de las rutas del océano Atlántico. La exposición presenta también un apartado dedicado a Hedeby en Dinamarca, y a Birka, en Suecia, las ciudades donde comenzó el auge vikingo.

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