El sueño de un criminal

El pantano de Orlik, a un centenar de kilómetros de Praga, ha tardado en entregar su último secreto. Los buceadores de la Policía estuvieron rastreando el fondo muchas horas hasta localizar el voluminoso rollo de alambre de espino. Cuando lo desenrollaron, encontraron por fin lo que buscaban: los restos putrefactos de Ales, el propietario de una empresa de limpieza que había desaparecido a mediados de 1991.

Con la reciente localización del cadáver de Ales, los investigadores checos pueden vanagloriarse de haber resuelto el caso más terrible y estremecedor de la historia criminal del país. En el trasfondo de todo, lo que hay es la peripecia de cuatro jóvenes -tres hombres y una mujer- convencidos de que el capitalismo traería la abundancia y que se juraron a sí mismos convertirse como fuera en millonarios.

Cuando en el otoño de 1989, hace exactamente seis años, Vaclav Havel y los disidentes derrocaron por fin el régimen comunista, Karel Kopac acababa de cumplir 30 años. Como muchos de su generación, era un tipo que se había pasado la vida en los gimnasios y a falta de otra cosa mejor decidió hacerse policía. Eran momentos turbulentos, en los que los agentes del viejo régimen andaban en desbandada y le fue fácil ingresar en el Cuerpo. El empleo no era malo, pero el sueldo resultaba miserable y a los seis meses Kopac presentó la dimisión.


El país estaba en pleno cambio y la gente todavía no había asimilado que la vida puede ser enormemente dura en una sociedad con televisión en color y mercado libre. Karel Kopac seguía obsesionado con hacerse rico, tenía la cabeza llena de pájaros y se unió a un grupo de amigos para buscar un tesoro supuestamente escondido por los nazis en el norte de Bohemia. No encontró ni un gramo de oro. El era un tipo musculoso y a la vuelta descubrió que se podía ganar la vida haciendo de matón en las discotecas y pequeños tráficos en los bajos fondos de Praga. Por el día, para matar el tiempo, seguía levantando pesas en el gimnasio.

SED DE DINERO.- Fue en uno de esos clubs de «fitness», que han proliferado como hongos en los países del antiguo bloque soviético, donde conoció a Ludwig, un individuo tan sediento de dinero como él y bastante más desquiciado. Ludwig, al que la fauna noctámbula de la capital conocía con el mote de «El Tranquilo» por su extrema frialdad, le reveló la existencia de un negocio basado en las putas y los ejecutivos extranjeros.

Los dos hombres no tardaron en constituir el núcleo de una banda, a la que muy pronto se sumó Irina, la hermana rubia, pechugona, seductora y perversa de Karel. El último en incorporarse al grupo fue Vladimir Kuna, un ex compañero de colegio que trabajaba en una perrera y se aburría mortalmente.

Hasta el 5 de abril de 1991 la banda se limitó a hacer pequeñas chapuzas y grandes planes. Ese día, para su desgracia, se cruzó en su camino un empresario de limpieza que necesitaba urgentemente convertir 800.000 coronas checas en divisas extranjeras.

Karel lo citó a la caída de la tarde en un parque solitario a las afueras de la capital. La transacción se realizó en el interior del coche del empresario, quien contó el dinero y se despidió casi agradecido. Justo en el momento en que se giraba para poner en marcha el motor, Ludwig extrajo una pistola del bolsillo y le descerrajó dos tiros en la cabeza.

Karel se asustó. Habían planeado quitarle el dinero, pero nadie había hablado de matarlo. Al final, después de una enconada discusión, decidieron deshacerse del cuerpo y fue el ex policía -con toda su experiencia profesional a cuestas- quien sugirió la forma: envolverlo totalmente en alambre de espino y arrojarlo al fondo de un pantano.

LINGOTES DE ORO.- El siguiente en caer fue un hombre de negocios yugoslavo, que traficaba en oro y pretendía vender unos lingotes. El método fue muy parecido, aunque en esta ocasión renunciaron al alambre de espino y optaron por el ácido: cortaron el cuerpo en tres pedazos, lo sumergieron en un barril y soldaron la tapa.

La misma suerte será reservada dos meses más tarde a un marchante en iconos y piedras preciosas. Fue horrible, pero lo peor estaba todavía por llegar. Vladimir Kuna, el cuidador de perros, se quejó un buen día ante Karel de lo roñosa que era su madre y, entre cerveza y cerveza, sugirió que no estaría de más enviarla al otro barrio. El 7 de febrero de 1992, un mensajero se presentó en la casa de la vieja con un paquete. La mujer lo abrió, convencida de que era un regalo de cumpleaños, y su cara voló en pedazos. Vladimir heredó la casa y la revendió a las pocas semanas.

El siguiente paso de la banda consistió en introducirse en la distribución de heroína procedente de Yugoslavia. Ya habían realizado un sacrificio familiar y, como la ambición no tiene límites, urdieron otro más. El 7 de julio de 1993, la pérfida Irina se presentó en comisaría anegada en lágrimas para denunciar que esa mañana, al retornar del mercado, había encontrado a su marido bañado en sangre.

En el atestado policial se registra que el cuerpo tenía siete balas de ametralladora. Lo que no se decía, porque nadie lo podía sospechar entonces, es que la propia esposa había encargado el asesinato. Tampoco que el objetivo del crimen era poder vender la casa y obtener fondos con los que especular en otro negocio sucio.

La cadena de actos macabros hubiera podido continuar mucho tiempo si Karel no hubiera sufrido un terrorífico accidente de automóvil y no se hubiera destrozado ambas piernas. Atado a una silla de ruedas, el aprendiz de gángster sólo tenía una obsesión: ir a Suiza y operarse en una clínica millonaria.

Abrasado por ese deseo, Karel hablaba mucho, decía cosas que no tenía que decir, amenazaba a sus colegas y cometía indiscreciones que terminaron alertando la curiosidad de Josef Doucha, uno de los principales sabuesos policiales del país. El comisario obtuvo permiso para pinchar teléfonos y fue así como se enteró de que había cosas raras en el fondo del pantano de Orlik.

Cuando Doucha solicitó a sus superiores que autorizaran un rastreo submarino, le tomaron por loco. Cuando apareció el barril donde habían pulverizado al yugoslavo, todo cambió. Karel, que esa tarde había visto las imágenes en televisión, presintió que venían a por él.

Cuando Doucha se presentó a detenerlo, el delincuente esperaba postrado en su silla de ruedas, con el cañón de una pistola metida en la boca y amenazaba con volarse la tapa de los sesos. Hicieron falta tres horas para que renunciase a suicidarse.

Hace dos días, hablando sobre el caso, el portavoz del Ministerio de Interior checo, Jan Subert, se negó en redondo a utilizar la palabra «mafia».

Según Subert, Karel, Irina y los otros dos son tan sólo unos desquiciados y su aterradora peripecia «es el precio extremo y macabro de una libertad recién recuperada».

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