Isabel Pantoja la viuda de España

Hasta hace poco, los divorciados, al menos en España, parecían tener siempre un pie en la clandestinidad, incluso en los casos más clamorosos y más jaleados por la moda y la modernez. Divorciarse era algo así como dejar al otro malherido y medio enterrado, o como automutilarse y seguir viviendo con la mitad del cuerpo y del alma vendada. Había siempre en el divorcio algo de atentado contra la integridad propia o ajena, algo de desvergüenza delictiva, a pesar de contar con la bendición de las leyes. Cuando entre nosotros aún no existía el divorcio, veíamos divorciarse a célebres parejas extranjeras -millonarios, artistas, aristócratas- y sentíamos la misma envidiosa perplejidad que cuando nos enterábamos de los crímenes del Estrangulador de Boston: era un sangriento destino que nos estaba vedado, y eso nos convertía sin remedio en unos catetos de tomo y lomo. Como se decía entonces, con una deplorable mezcla de impotencia y fanfarronería, aquí no existía el divorcio, existía el «ahí te quedas», pero todos sabíamos que eso era una chapuza indigna de cualquier país civilizado. 


Luego, Francisco Fernández Ordóñez consiguió introducir el divorcio en nuestra legislación y, sin embargo, nuestros divorciados tardarían mucho en resultar convincentes: de hecho, a estas alturas, yo creo que muy pocos consiguen ser convincentes del todo. Paquirri, por ejemplo, se divorció de Carmina Ordóñez y se casó con Isabel Pantoja, pero hasta que el torero no murió de forma trágica y dejó a una sola y verdadera viuda, aquello siempre desprendió un confuso aroma de enjuague conyugal a tres banda. Y con Pedro Carrasco ha ocurrido algo parecido: nunca estuvimos convencidos del todo de que Raquel Mosquera fuese en algún momento su única mujer, pero ahora no nos cabe la menor duda de que la peluquera es su única viuda. Y es que en España, por modernos que nos creamos en materia carnal y sentimental, sólo la muerte sigue separando de veras.

Por esos otros mundos, sin embargo, ya apenas hay viudos y viudas a la antigua, viudos y viudas con la mujer o el hombre de su vida irremediablemente difunto y sepultado. La última viuda reconocible y reconocida fue Jacqueline Kennedy, y siguió siendo la viuda por antonomasia incluso después de casada por segunda vez -aquel matrimonio con Onassis era tan poco creíble como pasión o vicio que, por más insultos y chascarrillos que cosechara, nunca logró tapar el vacío dejado por el ilustre muerto-, pero, cuando volvió a enviudar, su viudez palideció hasta tal punto que resultaba casi imposible recordarla: la segunda oquedad trivializó y disolvió la primera. Y no hablemos de las dos viudas de Mitterrand, compartiendo un dolor perplejo e inverosímil y ejemplo definitivo de que la viudedad es un desastre en vías de extinción.

El divorcio, en cambio, está creando nuevos viudos, viudos en vida. Lady Di era una auténtica viuda mientras vivió divorciada del príncipe Carlos: desprendía una sensación de luto tarambana, una pena cierta de viuda alegre, que partía el alma. Nicole Kidman y Tom Cruise han enviudado súbitamente el uno del otro, aunque sigan vivitos y coleando, igual que Boris Becker y Barbara Feltus: cualquier separación posterior que cada uno de ellos padezca, incluso las que cause la muerte, será para todos secundaria y venial. Y es un fenómeno que está ocurriendo ya en todas partes. Menos en España, claro. En España, todavía, la muerte sigue mandando, como se ha demostrado en los funerales interminables de Pedro Carrasco, y, dado nuestro natural extravertido y ruidoso, sólo cuando un jaleo así se organice a causa de un divorcio, con el pueblo llano echándose a la calle para armar bulla, seremos por fin un país moderno.

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