ONU, Organización de Naciones Sometidas

No estoy muy seguro de que tras esta guerra surja un orden justo en el Golfo. Porque eso equivaldría a dar una falsa razón al loco de Sadam Husein, y a convertirlo en «víctima inmolada» por esa nueva justicia a la que él trató de apelar. 

No creo que Occidente consienta esto. Lo lógico por tanto es que se imponga aquella ley del «vae victis» (¡ay de los vencidos!) que acuñó no sé cuál Escipión romano. Por eso, de una manera más modesta y más posmoderna, quisiera proponer algunas metas menores. 1.- Recuperar la ley del Talión. La ley del Talión, por si ustedes no lo recuerdan, era aquella de «ojo por ojo y diente por diente». Formulada así, en frío, no cabe duda de que resulta un poco bestia. Pero recuerdo que, cuando yo la estudiaba en clase de religión, me explicaban que, aun así y todo, había supuesto un gran paso adelante en la conciencia de la humanidad; porque la ley que dominaba hasta entonces era: «Por una herida mataré a un hombre hecho, y por un cardenal a un joven» (Gén. 4,23). La guerra del Golfo ha puesto de relieve que aún andamos bastante por debajo de la ley del Talión, por si acaso alguien se pensaba que, de tanto progresar, ya la habíamos dejado atrás. Por eso, como ya nadie se atreverá a pedir que nunca haya más guerra, si al menos en las próximas tratáramos de atenernos a eso del «ojo por ojo», a lo mejor dábamos un primer pasito en humanidad. 

2- Llamar a las cosas por su nombre. Por ejemplo: a la ONU podríamos de momento llamarla ONS (Organización de Naciones Sometidas). Así quizás entenderíamos que, para llegar a una verdadera ONU, se hace necesario pasar, de la actual falsificación del diálogo, a su verdadera realidad. El diálogo es la única pobre arma que los hombres tenemos para entendemos y, entendiéndonos, no matarnos. Pero el diálogo sólo se da cuando, entre los dos, se llega a algo que constituye la mayor conveniencia para los dos (lo cual supone que ambos habrán de ceder un poquito). Mientras que lo único que existe ahora, y lo que se busca en la política internacional, es llegar a la total conveniencia mía y la transigencia del otro. Y el otro, naturalmente, sólo transige cuando no puede más. [Esta total falsificación cal diálogo tiene que ver, probablemente, con la no menos total falsificación del mercado en la que vivimos, mientras por todas partes se nos canta la excelencia de un mercado que, en realidad, casi no existe. También la gracia del mercado era que permitía llegar a la mayor conveniencia de los dos. Mientras que lo que existe ahora es una especie de «planificación central» llevada a cabo por las multinacionales y que, travestida de mercado, impone todos sus objetivos a la otra parte, contando con que la «tormenta del consumo» nos tiene a todos contra las cuerdas. 

El marketing es exactamente la muerte del mercado. Pero esta reflexión se sale del tema del presente artículo, y basta con dejarla insinuada] 3.- Superar la seducción de la fuerza. Una de las cosas más tristes de esta guerra ha sido la dolorosa cantidad de intolerancia y agresividad con que sus partidarios han tachado a todos aquéllos que, o la creían claramente injusta, o no la veían clara (y pensaban que una decisión así hay que verla muy clara para tomarla legítimamente). Desde idiotas hasta traidores, los pacifistas han debido soportar adjetivos dignos de la época de un Carrero Blanco. Y eso que, ante una decisión que cuesta exactamente cien mil muertos civiles, cabía esperar (aun para unos niveles de humanidad muy bajos) que nadie la adoptaría sin sentir cierto vértigo. Pero no era así: nadie más seguro ni más tranquilo de conciencia que los belicistas. Y, si se me permite una sospecha indiscreta, sólo encuentro una razón para esa seguridad: la seducción de la fuerza. Frente a aquello tan cacareado de que «la verdad nos hace libres», preferimos en secreto el otro principio menos exhibido de que «la fuerza nos hace seguros». Y como, si había algo evidente en esta guerra era quién iba a ganarla, de ahí esas obsesiones no sólo por apuntarse al carro de los vencedores, sino también porque nadie nos pudiera poner en cuestión esta conducta. Por eso, oyendo a muchos de los defensores de la guerra durante estos días, he recordado con frecuencia aquella verdad tan elemental del físico Sajarov (que él debía conocer bien por experiencia): «La intolerancia es la angustia de no tener razón». ¿Qué exacto, no? 

4.- ¿Sustituir el petrroleo? Por eso, debo reconocer que quienes me han parecido más honestos durante los días pasados, en su defensa de la guerra, han sido aquéllos que se limitaban a argüir: «En fin de cuentas aquél es nuestro petróleo y tenemos derecho a él; y dime tú, pacifista estúpido, si estarías dispuesto a vivir reivindicando paz, pero consumiendo la mitad de la energía que consumes». Al menos aquí sabíamos a qué atenemos. El petróleo es tan nuestro como la heroína es del drogadicto: porque nuestra adicción y nuestra necesidad son insuperables. Por eso nos comportamos frente al petróleo como el adicto cuando se ve sin droga: sintiéndonos justificados para toda clase de expolios y de agresiones. Sólo queda que, ahora que se ha restituido la paz (es decir: la seguridad de nuestro petróleo), nos paremos a reflexionar un poco: quizás cien mil muertos sean un precio demasiado alto, incluso para nuestra droga. Ahora que se nos ha pasado el mono puede ser el momento de pensar en una cura de desintoxicación. Y a lo mejor ésta podría venir por eso de las «energías alternativas». No parece que sean en sí mismas imposibles. Son sólo los intereses creados los que las imposibilitan. 5.- Recomenzar la batalla contra el terrorismo. Para mí, lo más horrible de esta guerra es la cantidad de armas que ha suministrado gratis al terrorismo, que parecía encontrarse en una hora dificil. 

Cien mil muertos civiles en cuarenta días son muchos más de los que ha producido en varios años la barbarie de ETA o del IRA. Por eso me temo que la guerra (que, tal como se realizó, ha sido un acto de terrorismo internacional), resulte de rebote, una colosal «apología del terrorismo». Argüir con la «legitimidad» de nuestros intereses, o con la legitimación de la victoria, aún complica más las cosas: pues la democracia no juzga sobre la santidad de las causas, sino sobre los medios con que se las quiere llevar a cabo. Querer dictaminar la legitimidad de las causas convertiría la laicidad y el pluralismo típicos de toda democracia en una nueva forma de confesionalidad totalitaria. Por eso creo que, cuando Felipe González desautoriza a los disidentes de su política bélica, diciendo que «hablan desde un púlpito o desde un campanario», no se da cuenta de que es lo mismo que decía Franco cuando argüía que sus disidentes hablaban desde Moscú, o lo mismo que hace ETA cuando pretende que sus críticos hablan «desde Madrid». Es decir se desautoriza olímpicamente d hecho de disentir, y no los contenidos o las razones de la disensión. En cualquier caso, me parece claro que ningún gobierno puede echar mano de un discurso pragmático para justificarse a sí mismo frente a las ingenuidades de los moralistas, y luego recurrir a un discurso moral para desautorizar a los terroristas. ¡La baraja ha de ser la misma para todos! Por eso temo que, contra la intención de sus mismos agentes, la guerra no resulte una tétrica «apología del terrorismo». Y aquí otra vez, como Sísifo, tendremos que recomenzar a subir la piedra desde abajo del todo. Paciencia. 

Al menos no se podrá decir que no nos quedan cosas que hacer. Lo anterior no significa en modo alguno que la absurda guerra del Golfo sólo nos deje tareas pendientes a nosotros. Con respeto, y sin animosidad, hay que atreverse a señalar también la decisiva tarea que deja al mundo árabe, y que, para mí, es la de una «ilustración del Islam». Hoy en día, nadie que invoque a Dios puede hablar de «guerra santa» ni de «la victoria que le va a otorgar Alá». La fe en Dios y este mundo funcionan de otro manera. Pero esto lo dejo para alguien con más autoridad.

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