Madrid, dislate de vanidad

¿Qué monstruos produce el Manzanares? A orillas de la ermita de San Antonio soñó la razón de Goya. Bajando con el río hacia la Pradera de San Isidro, Mesonero Romanos imagina lo que dice no haber visto. 

Estamos en Madrid, un dislate de la vanidad. Y en la mañana de ayer, por unos caminos que no son los de entonces, se reproduce la tradición a cargo de unas gentes que no le dan importancia al repetir de la historia: por instinto o por galbana, acuden donde el Santo con el botijo o compran la cerámica en las proximidades; llenan el recipiente en el abrevadero de agua milagrosaque linda con la iglesia; hacen cola para saludar al patrono de Madrid junto a los que esperan sanar de alguna calamidad; y, tras un vistazo a los puestos de chucherías, se reparten a comer por la verdura de los alrededores buscando la sombra, igual que el millonario en las Ventas.

Todos los 15 de mayo, desde que la Ilustración existe y hasta la Modernidad reciente, estos árboles de la ermita del Santo han asistido a la llegada de los «tres ramones» del costumbrismo madrileño: don Ramón de la Cruz, don Ramón de Mesonero y don Ramón Gómez de la Serna. A primerísima hora, con la afilada brisa invisible que remite el Guadarrama, desembarcó la calesa de los manolos goyescos y con sus oles, lereles, guitarras y desenfados, en un abrir y cerrar de ojos, la ensoñación del artista da remate al entremés con el baile del fandango. 

A la hora del almuerzo, cuando el solazo es Lorenzo, ese incombustible plasta que aprieta con sus rigores, sube, la cuesta del Santo con caminar reverente y enjugándose la calva, bondadoso y moderado, don Ramón de Mesonero, a contar lo que embelesa -y al mismo tiempo alecciona- a su círculo de madres, casaderas y pollastres, pobres de solemnidad. Y cuando la sobremesa languidece con la siesta y la bronca está montada entre la familia unida -pues nada enrabieta más que la fuerza de la sangre-; y bajo los encinares el joven amor despunta porque la tirana accede al reclamo de la especie en la figura concreta de un chulo de bronce y hiel, desde las atracciones blancas del ferial de San Isidro, junto a los puestos de horchata, rosquillas tontas y listas, pipas, donuts y buñuelos, garrapiñadas, piñones, dulce algodón de La Habana o churritos redonditos, dispuesto a subir en globo o sobre el manso elefante con su cara papanatas, Ramón Gómez de la Serna hace cubismo al andar. 

Con estos tres fundamentos de la escritura castiza, en este 15 de mayo del año de rompe y rasga, con los parados de luto y la huelga regulada por decreto y mando en plaza, ayer Madrid se llegó al río, se encaramó al palomar de la ermita venturosa, se envenenó -legalmente- con sangrías, limonadas y las leches merengadas del Julián y la Susana y se tumbó en la Pradera donde Goya dio paisaje, Mesonero costumbrismo y de la Serna vanguardia, honrando al Isidro agrario desde que lo canonizó -más pronto que al Escrivá- el Vaticano de Roma, dicen que por influencia de un monarca de los Austrias.

Lo mismo que hace dos siglos e igual que dentro de diez, que el ayer ha sido hoy y el mañana queda antiguo, pues todo se mezcla y funde, que eso es cumplir con la moda, según el canon no escrito que circula por el foro. Cualquier leyenda aprovecha a este indolente rupestre, San Isidro Labrador, con tufos para proclamarse huelguista del santoral. Este siervo de la gleba, capitalista de Dios, dice que los bueyes aren mientras yo me marco un rezo; mientras, madrileñamente, me aferro a los imposibles de los ramones de la literatura -Cruz, Mesonero y Gómez- para que todo sirva a mi gloria. O, por ceñirnos a la actualidad y sin alejarnos de la Pradera: mientras merengues y atléticos -cada uno por su lado desde la rivalidad eterna, en vísperas del partido del siglo- se desvelan con el ansia de erigirse en campeones.

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