Una revolución filosófica

La relación entre la filosofía y la revolución, en el contexto del del proceso que se desarrolló en Francia al final del siglo XVIII, es problemática. Dicha relación se ha considerado a menudo según un esquema interpretativo que asocia los temas del avance politico y del retraso teórico: es refiriéndose a tal esquema cuando Marx evaluó las situaciones respectivas de Francia y Alemania en el siglo XIX subrayando, en el caso de Alemania, el hecho de que su avance teórico tenía recíprocamente por correlato el retraso político.

Según esto, Francia habría innovado en el terreno social y gubernamental, construyendo laboriosamente las instituciones de una primera república democrática, pero lo hizo pagando el precio de su estancamiento intelectual, perpetuando un sistema de pensamiento heredado de siglos anteriores, como atestigua su atadura a un modelo de «razón analítica», que las nuevas perspectivas de la antropología histórica pronto iban a dejar desfasado, implantando una concepción del mundo «dialéctica».

Quizá haría falta revisar por completo ese esquema interpretativo. Sabemos por quien en este punto retoca los análisis de Marx, el cual también, en el mismo momento, introdujo en el conocimiento de la historia el punto de vista del largo plazoque la idea de un avance político en Francia, que conduce su proceso revolucionario a efectos instantáneos de ruptura, se asienta sobre un mito: la «revolución fracesa» no comenzó en 1.789 y se acabó en 1.792, o incluso en 1.795 o en 1.799; y si innovó en el terreno político, lo hizo en constante referencia a las experiencias de la revolución inglesa del siglo XVII y de la revolución americana, que le había precedido inmediatamente. Y a la vez sería necesario revisar también el prejuicio inducido por la idea de un retraso teórico, argumento que en el fondo no es menos mítico.


El periodo de la primera revolución en Francia, de 1789 a 1799, representó, para aquellos que fueron protagonistas y testigos, una reconversión intelectual global que sacudió violentamente f1todas las formas de representación en hasta ese momento. La revolución francesa no fue sólo un acontecimiento político, cuyas consecuencias por otra parte han permanecido durante mucho tiempo, quizá todavía hasta hoy, ambiguas; también fue un laboratorio teórico, en el cual se efectuó una experiencia de pensamiento cuyo alcance no fue menos «revolucionario».Desde este punto de vista, sería necesario reevaluar el contenido y el alcance de la innovación doctrinal que bajo el nombre de «ideología» se operó al final de este periodo. «Ideología»: conocemos el caudal ulterior de este neologismo, que introdujo por primera vez Destutt de Tracy en 1.796, en su memoria sobre la facultad de pensar presentada en el Instituto Nacional.

Literalmente, él dejaba constancia al principio de una ciencia o de un análisis del pensamiento, desarrollada en el contexto nuevo de una «antropología», prefigurando como lo que hoy llamamos «ciencias humanas». Ahora bien, si examinamos atentamente los trabajos de esta primera «ideología», de la que fueron óneros tras Condorcet, Volney, Cabanis y de Tracy, cuyas obras hoy olvidadas en Francia presentan sin embargo un interés filosófico real, se observa que este proyecto no sólo ha acompañado la revolución política y social, sino que se integró en ese contexto, de forma que ella misma era innovadora, y desencadenó el movimiento de una verdadera revolución del pensamiento.

Por una parte, la ideología marcó una ruptura esencial en la historia de las prácticas teóricas, en la medida en que representó en Francia la primera implantación de una «institución» filosófica, juntando orgánicamente el ejercicio del pensamiento especulativo con el Estado y el funcionamiento de sus aparatos: por este hecho, la investigación teórica dejó de ser una actividad privada, abandonada esencialmente a la iniciativa de particulares, y pasó a ser una actividad pública. La mediación que efectuó semejante unión orgánica estuvo asegurada por el sistema de enseñanza pública, que los ideólogos comenzaron a teorizar y reformar, para poner en forma un verdadero poder intelectual: a partir de aquí contemplamos cómo el término ideología se desliza hacia los usos más modernos.

Esta nueva práctica de la filosofía debía corresponder a un desplazamiento de sus intereses teóricos. Dicha afirmación se basó principalmente en una forma nueva de concebir la relación entre la ciencia y la política por mediación de la pedagogía: la idea de una sociedad enseñante debía trazarse seguidamente su camino en Francia a través de sucesivas repúblicas, e incluso a través de los intermedios cesarianos o monárquicos que las han separado. A la vista de esta perspectiva debía también, al término, desprenderse la revelación de nuevos objetos de pensamiento, la socialidad en primer lugar. De Condorcet a Comte, pasando por Saint-Simon, pero también por pensadores «contrarevolucionarios» como Maistre y Bonald quienes, quizá por su ignorancia, contribuyeron a esta mutación, nos hemos esforzado en comprender y racionalizar la naturaleza de las nuevas «relaciones sociales», cuyo funcionamiento estaba directamente unido a estructuras de pensamiento.

Se encontraba allí el germen de una teoría de la opinión pública, y una tecnología del gobierno de los espíritus, es decir, una puesta en marcha de la «ideología», en el sentido más reciente de esta expresión. Teniendo en cuenta estos aspectos del pensamiento revolucionario francés, se comprende que los grandes filósofos alemanes contemporáneos Kant, Fichte y Hegel, se interesaran no sólo en el acontecimiento simbólico de la Revolución Francesa al cual rindieron grandes homenajes, sino también en los contenidos especulativos que ella había producido, prefigurando una nueva era de la reflexión filosófica que todavía define hoy las condiciones teóricas de nuestra actualidad.

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