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Quisiera opinar sobre un artículo que aparecía hace unos días en este diario, artículo en el que se señalaba que el 44% de los turistas se quejan de los ruidos y de la suciedad en España.

Yo querría señalar que en parte tienen razón; todavía los españoles estamos poco acostumbrados a cuidar nuestro entorno, y ese entorno está formado por las calles los parques, las farolas... Y debíamos pensar y convencernos no sólo por lo que digan los de fuera, sino por el simple placer de tener lo que nos rodea en condiciones, limpio, ordenado, agradable. Y si además de estar todos satisfechos, los turistas se encuentran mejor, el beneficio es para todos. Pero también destacaría cómo muchos de los turistas que vienen a nuestro país hacen lo que quieren en nuestras calles, en nuestros parques, fuentes, hoteles; también ellos deberían demostrar su tan presumida educación, que parece que la olvidan cuando vienen de veraneo. Estar de vacaciones no significa echar la porquería en suelo ajeno o «pasar» del orden o de la limpieza.

El general Augusto Pinochet siente predilección por la antigua Roma. Admira su historia militar. Sus dos hijos, como él mismo, tienen nombres de romanos eminentes: Augusto y Marco Antonio. Y en declaraciones y entrevistas se comparó hace unos meses con Lucius Quincius Cincinnatus. Cincinnatus fue un general nombrado dictador de Roma en el siglo V antes de Cristo. La historia añade que volvió al poder una vez retirado para sofocar una revuelta plebeya. «Tras la primera batalla volvió a su granja, cogió su arado y se puso a arar. Pero no les he dicho nada de la segunda parte de la historia», dijo Pinochet. La primera vez que Pinochet contó esta historia -en un discurso durante la celebración de su 73 cumpleaños, semanas después del plebiscito de octubre de 1988, en el que los chilenos votaron en contra de un nuevo mandato de ocho años en la presidencia- se equivocó con el nombre de su héroe. Fue una metedura de pata más de las muchas de este militar, famoso por sus frecuentes incursiones eruditas, y suscitó la hilaridad de sus más urbanos oponentes. Pero la risa no duró mucho tiempo: el mensaje era demasiado claro.

El 11 de marzo, dieciséis años y medio después del golpe que le llevó al poder, el general Augusto Pinochet Ugarte dejará de ser el dictador de Chile. En una ceremonia en el nuevo y suntuoso, aunque inconcluso, palacio de Congresos, levantado en el puerto de Valparaíso, entregará solemnemente el fajín presidencial al presidente del recién elegido Senado. Este último se lo pondrá a continuación al sucesor de Pinochet, el líder de la oposición Patricio Aylwin. Promete ser toda una ceremonia, una de las más memorables demostraciones de la concesiones de ratón y gato entre civiles y militares que corrientemente caracterizan las transiciones a la democracia en toda Latinoamérica. Pero para Pinochet no está todo perdido.

La Constitución del régimen le suministra aún un par de bazas: la más importante es su derecho a seguir siendo comandante en jefe del Ejército hasta 1998, dos veces la duración del Gobierno de transición de Aylwin. Pinochet dejó claro que abrazará la opción, al menos por ahora, «para preparar a mi Ejército ante cualquier eventualidad»: ¿como un regreso semejante al de Cincinnatus si la democracia trae el caos que él y sus fieles seguidores predijeron? La oposición confía en que esto no ocurra.

Cree que la historia le ha dado finalmente la espalda a Pinochet y que éste no encontraría apoyo bastante para tal aventura ni dentro ni fuera de las Fuerzas Armadas. No obstante, la experiencia de subestimar al general ha resultado brutal. El equipo de Allende encontró a Pinochet franco y afable, con la cólera reservada para la insubordinación hacia el Gobierno. Tras un intento de golpe en 1973, Allende mismo tuvo que contener a Pinochet para que no disparara contra los cabecillas. En su primera reunión con el alto mando tras la dimisión del general Prats, Pinochet juró que «la sangre de los generales se resarcirá con generales». «No envejecerá en el cargo», gruñó una revista fervientemente pro-golpe. «¿Quién puede apoyar a Pinochet?», dijo Allende a sus ayudantes la mañana del golpe que acabó con él.

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